A mediados de la década de los ochenta, Guillermo Bonfil Batalla hacía referencia al nuevo indigenismo que se estaba gestando, donde se dejaban atrás las políticas integracionistas y se abría paso al indigenismo participativo, donde ya no se trataba de una política para los indios sino con los indios. En ese momento era difícil saber cuál iba a ser el resultado de ello, ante lo cuál Bonfil decía: “es difícil evaluar los resultados de esta modalidad indigenista, debido a que su instrumentación es todavía muy reciente: los propósitos son claros: involucrar a la población indígena en todas las etapas de la acción desde la identificación y jerarquización de los problemas hasta de la decisión de las medidas a tomar y la ejecución de las mismas. No se trataría de dar voz a los pueblos indios y escuchar sus opiniones, sino de garantizar que esa voz y esas opiniones tengan el peso que les debe corresponder en la toma de decisiones, y advertía: “Si no hay participación india real en las decisiones, el indigenismo participativo no pasara de ser una engañosa promesa más: la misma gata, nomás que revolcada” (Bonfil Batalla. Anuario Indigenista. México 1985).
Desafortunadamente, la última frase de Bonfil Batalla sigue siendo la realidad de las políticas indigenistas del
Estado, aunque éste ha tenido diferentes oportunidades para que no fuera así.
Una de ellas fue el levantamiento armado surgido en Chiapas en 1994, que sirvió de termómetro para darse cuenta que las políticas indigenistas no habían funcionado. El Estado no ha dado muestras de querer solucionar las demandas que exige el movimiento y que ha provocado que las negociaciones estén detenidas, principalmente por el incumplimiento de los acuerdos firmados en San Andrés Larrainzar en 1996 entre el ezln y el gobierno, cuyo objetivo principal era modificar la Constitución dándole autonomía a las comunidades para gobernarse bajo sus usos y costumbres.
Ante esta negativa —en el primer momento de Ernesto Zedillo— a firmar los acuerdos se llevó a cabo una guerra de baja intensidad en la zona de conflicto, y se orquestaron programas asistenciales dirigidos a las comunidades, con el objetivo de mostrar que se trabajaba para que salieran de las condiciones en que se encuentran.
Se elevó el presupuesto para los programas diseñados para estos fines, Progresa en el sexenio de Zedillo y Oportunidades en el de Vicente Fox, cuyo origen data de la década de 1970, siendo destinataria la población marginada del país. Sólo han cambiado de nombre.
Es en 1977 cuando se delega la responsabilidad de atender la situación de los grupos en extrema pobreza y marginalidad social del país —entre ellos las comunidades indígenas— mediante la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (Coplamar).
Este programa, criticado por Gonzalo Aguirre Beltrán por simplificar la problemática de los indios al concepto de marginalidad social y extrema pobreza, tiene por finalidad elevar el nivel de vida de las comunidades con estas características, cuyos parámetros son los indicados por la Consejo Nacional de la Población. Estos consisten en los servicios y características de la vivienda, la educación y el ingreso de los habitantes de las comunidades, dejando de lado la situación cultural, ya que se mide por igual una comunidad indígena de Chiapas que cumpla estos parámetros y una comunidad urbana del municipio de Nezahualcóyotl, para lo cual ha implementado acciones donde la educación y la salud ocupan la mayor importancia.
Estos programas, cuyos orígenes se remontan hace mas de 30 años, teniendo mayor aplicación y presupuesto a partir del conflicto armado en Chiapas, no han tenido los resultados deseables en las comunidades, a pesar de toda la infraestructura creada en ellas, lo que les ha valido la denominación de “elefantes blancos”.
La solución al problema indio propuesto por el Estado durante los últimos cincuenta años ha mantenido la misma constante acerca de la relación entre los modelos culturales de occidente que se han pretendido imponer y los modelos culturales de los indígenas que han resistido, y que Bonfil Batalla describe en México profundo con la desindianización del indígena.
Diversas han sido las estrategias para ello y sería absurdo negar que las comunidades ya no son las mismas. En algunas existen clínicas y sus habitantes se benefician de ellas, ya que el método alópata cura enfermedades que la medicina tradicional no; existen escuelas cuyos programas en teoría toman en cuenta la cultura y el idioma del pueblo en cuestión, se han abierto caminos y construido carreteras para que las comunidades no estén aisladas, se han creado programas productivos para amainar su situación de pobreza y propiciar nuevas alternativas de subsistencia. Por si fuera poco, se ha modificado la Constitución; ya reconoce que existen y que el país esta compuesto por diferentes culturas y etnias (pueblos), si bien para todo esto y más, no se ha tomado su opinión.
Hablar sobre el tema indígena en México es encontrarse con un plano teórico y otro real. En el primero podemos encontrar diferentes perspectivas, la mayoría de ellas —si no es que todas— elaboradas por gente no indígena, pero que tienen en común que dicen buscar el mejoramiento de la situación en que se encuentran los pueblos, y este mejoramiento lo ha circunscrito el indigenismo de Estado desde una perspectiva egocéntrica, sin permitir tener voz a los que no entran en los parámetros construidos por quienes los detentan. En las circunstancias donde se les da, no permiten que opere o se hace de forma discursiva. Esto ha propiciado que cuando uno revisa programas destinados a grupos indígenas, encuentre que se habla de interculturalidad y/o respeto a la diferencia, pero cuando los cotejamos con la realidad encontramos situaciones diferentes a las propuestas en el discurso. En primer lugar el mejoramiento de la situación obliga, o en al menos incita, al abandono de lo que se considera propicia tal situación, no importando lo que represente para el grupo.
Después de mas de cincuenta años de creado el Instituto Nacional Indigenista, el gobierno de Vicente Fox lo transformó en Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, que mal empezó al no buscar los mecanismos para el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés. En la medida que siguen ignorando y negando la participación de los indígenas en el diseño de los programas destinados a ellos, las políticas oficiales están condenados al fracaso. Cuando el Estado se decida a conciliar el discurso con la realidad, apenas empezará a pagar su deuda histórica con estos pueblos
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