Hay que celebrar que, en medio del dolor y la violencia, López Obrador haya cambiado su discurso y comience a hablar de una “República amorosa”. Hay, sin embargo, primero, que matizar, para no caer en contradicciones, y, segundo, mirar las condiciones del país en el que AMLO quiere fundar esa supuesta república, para evitar falsas ilusiones.
Una república puede ser virtuosa, pero nunca amorosa. Decir república y amor es un contrasentido. El amor es contrario al poder y en consecuencia no puede mandar ni mandarse, no puede normar ni normarse. Es, como lo mostró Cristo, un acto gratuito de libertad ajeno a cualquier institución. Quien ama no impone, no obliga, no ordena, no hace componendas utilitarias, es pura gratuidad y don; es, incluso, impotente para remediar algo -el mismo Cristo, el rostro más claro del amor, no pudo evitar que lo asesinaran, no construyó ningún reino perfecto y ni siquiera pudo salvar a uno de sus mejores amigos, Judas.
Ciertamente, el amor posee en sí mismo todas las virtudes, pero las posee de manera gratuita. Quien ama no se obliga a ser generoso, por ejemplo. Es simplemente generoso. De allí esa incomprendida frase de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, porque el querer de quien ama es pura virtud. Si los seres humanos pudiéramos realmente amar no necesitaríamos de ninguna república, cuyo fundamento es el imperio de la ley mediante un gobierno que la custodia. Una república, por lo tanto, puede ser virtuosa, pero nunca amorosa. Debe -como lo muestran los “Fundamentos para una república amorosa” (La Jornada, 6 de diciembre), un burdo ensayo de moral republicana y no un fino tratado espiritual sobre el amor- ordenarse en función de la virtud, cuyo bien manda. Puede, incluso, mediante las sanciones de la ley, obligar a que nos comportemos de manera ética, es decir, a imitar al amor -toda virtud imita al amor-. Lo que no puede es obligarnos a amar.
Habría, en este sentido -el de la moral, y sólo en éste-, que congratularse por la propuesta de AMLO que toca, aunque sea desde la buena intención -hasta ahora muchos de sus actos no han respondido a la moral que predica- el sentido medular de la vida social y política.
Sin embargo, dada la emergencia nacional, sin el mínimo suelo para articular un gramo de ética pública, ¿es posible pensar que AMLO puede acercar al país a esa república moral? Lo dudo. AMLO no sólo piensa de manera confusa y tardía -hasta hace unos meses su discurso era el del enfrentamiento-, sino también abstracta y, en consecuencia, ajena a la realidad del país. La fractura de las élites, de la que él mismo es parte, es tan extrema que no sólo ha generado una incapacidad en las mismas élites para construir una estrategia que acote la corrupción y el crimen, sino también para acordar una agenda común y un mapa de ruta que logre reducir drásticamente la violencia. Sin esto no hay manera de articular la más mínima de las repúblicas.
Esa fractura y esa incapacidad se proyectan ahora sobre un proceso electoral que, en medio de una violencia cada vez más atroz, con territorios balcanizados por el crimen, lo único que está haciendo es extender y hacer más hondo el territorio de la disputa y del dolor. Por ello, es absolutamente falso decir que los ciudadanos tenemos opciones políticas, y que la de AMLO es una de ellas. No sólo el crimen, la inseguridad y la impunidad nos marginan, sino también nuestros supuestos representantes. En los últimos años lo único que han hecho es opacarnos y convertir la democracia en el negocio de sus partidos, de los medios de comunicación, de las corporaciones privadas y públicas, y de unas cuantas figuras políticas que mantienen su hegemonía a costos muy altos.
Todo en la élite política va en sentido contrario a cualquier democracia. Destrozaron el IFE, permitieron que parte de esa misma élite – sea del partido que sea- esté coludida con el crimen, han mantenido el 98% de impunidad y nos negaron -el propio AMLO se opuso a ella- la reforma política que habría revitalizado la participación ciudadana y blindado el proceso electoral. Así, se han lanzado a unas elecciones ignominiosas cuyas pugnas, que aumentan la criminalidad y la ausencia del Estado, no nos conducirán a una república, sino a un callejón sin salida. El país que miran y en el que creen competir sólo existe en su imaginación. No es el de la gente que sufre, sino el de una élite política fracturada que sólo busca llegar al poder para simular que gobierna administrando la desgracia. Han preferido continuar la guerra a preparar una paz democrática y justa.
En esas condiciones, la “República amorosa” de AMLO no es sólo un despropósito. Ni siquiera camina hacia la ética de sus fundamentos. Sin un cambio en el corazón de los partidos, que se traduciría en una agenda común, sin una unidad nacional y una ruta clara que se dirija, junto con los ciudadanos, a reducir drásticamente la violencia y aumentar la justicia, el programa de AMLO -que llega tarde- es pura retórica, pura estrategia de poder, puro pragmatismo, un infierno, como el de los otros, empedrado de buenas intenciones partidistas.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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