Desde las 16 horas del 4 de enero, comenzaron a escucharse ráfagas de ametralladora accionadas desde helicópteros Bell sobre la zona montañosa de las comunidades al sur de San Cristóbal de Las Casas. Son pequeñas comunidades indígenas tsotsiles distantes a unos 4 kilómetros de la ciudad. A las 17 horas, 5 aviones Pilatus rocketeaban la zona. Los bombardeos se dieron en el entorno de las comunidades de Corralito, San Antonio Los Baños y Pinabetal, vecinas de El Carrizal, Carrizalito, Peña María, San Antonio El Porvenir y San Isidro Ocotal. A las 9 horas del día 5 se reanudaron los bombardeos en la zona. Con seguridad se trataba de las maniobras de defensa perimetral en torno a la 31 Zona Militar. Así lo contó un miliciano:
“Después de la retirada (de San Cristóbal) tomamos nuestras posiciones en la montaña. Estuvimos en alerta. Una columna de federales bajaba por (las estribaciones) la montaña (del El Extranjero). Al pasar por El Pazotal nos avisaron que venía el enemigo y nosotros tomamos posiciones. Eran como 200. Iban como pa’ Corralito. Nosotros nos movimos. Los queríamos rodear pero nos descubrieron. Lo único que pudimos hacer fue dividir (en dos) la columna. Una parte se cobijó en una ladera y otra en una hondonada. No los podíamos ver. Seguramente (los federales) dieron nuestra posición pues llegaron los aviones y helicópteros a tirar bombas y metralla. Ayer por la tarde habían echado bala en las faldas de la montaña que da a San Cristóbal. Nosotros chocamos con la parte que se metió a la montaña. Allí recuperamos un (fusil) G3 y con ese bajamos a un helicóptero. Tuvimos tres bajas. A un compañero le pegaron en la cabeza y murió. A una compañera le dieron un rozón en la barbilla y otro en la pantorrilla pero una bala le fracturó y traía expuesta la clavícula. A otro compañero las esquirlas de la bomba le cruzaron el hombro, le destrozaron parte de la cara y le volaron dos dedos. Los dos sobrevivieron. Estuvo muy cabrón…”
Ese había sido el bautizo de fuego para los combatientes zapatistas de las comunidades indígenas más pobres en el municipio de la ciudad de Las Casas. Para explicar la situación de sobrevivencia en esos parajes Jorge Santiago, palabras más, palabras menos, decía: “Las comunidades del sur de San Cristóbal viven en una situación extrema. Son como si una ranita estuviera en su charquito. Si se toma el agua se muere… y, si no se la toma, también se muere”. Cuando le pregunté a Pablo Iribarren cuáles eran las condiciones de vida en las comunidades de la selva me contestó: “Como en las comunidades del sur”.
Esas comunidades se formaron con indios migrantes de Los Altos por ahí de 1930. Eran de Huixtán, Teopisca, Zinacantán y Chamula. Compraron la tierra. Poca tierra. Tierra pobre y sin fuentes de agua. Sus ingresos dependían de las cosechas de maíz y frijol que obtenían en predios rentados en tierra caliente, del trabajo asalariado de los hombres (peones de albañil) y de las mujeres que trabajaban de “sirvientas” o lavaban ropa en la ciudad. También recolectaban y vendían palma de esas que se usan de adorno en las fiestas, raíz de cote para hacer fuego, varas para los cohetes que se manufacturaban en el barrio de San Antonio. A veces vendían en el mercado de San Cristóbal un pequeño cerdo o un gatito. Talaban el bosque para vender algo de madera, hacer carbón o para “quemar cal”. Es decir, a veces eran campesinos, a veces asalariados, a veces recolectores… a veces quién sabe… siempre sobrevivientes. A principios de la década de 1980, la población estaba dividida y hundida en la pobreza. Había serios problemas de alcoholismo. Los niños desnutridos casi en su totalidad y los adultos con problemas nerviosos.
En su conjunto, esas comunidades formaban parte de la Diaconía de Pinabetal. Pablo Iribarren narra que en esas comunidades tenían “vicio de abogado”, quizás, por estar tan cerca de San Cristóbal. Para resolver sus diferendos bajaban a la ciudad en busca de “licenciado”. También “tomaban la justicia en su mano”: tendían una emboscada y mataban a su “enemigo”. En cuanto a la reflexión de su realidad a partir de la Palabra de Dios, escribe Pablo, “Sienten que los llevamos a la confrontación”. (P. Iribarren, Gira por la Diaconía de Pinabetal, 1985). El prolongado y consistente trabajo pastoral no era suficiente para crear una comunidad solidaria, fraterna, horizontal. El diácono no era precisamente una “alma del señor”, pesaban varias acusaciones de abuso en el uso y manejo de los recursos destinados a los “colectivos” promovidos por DESMI, oportunismo para “hacerse de tierras” y de promover una “cooperación para que la policía desalojara a un grupo de invasores”.
En 1980, en El Corralito había dos aulas de tabla y lámina que los pobladores habían construido. El techo de lámina servía de colector de agua de lluvia que se almacenaba en un tanque de unos 18 mil litros de capacidad construido por el INI. Esa obra, junto con 4 kilómetros de camino de “mano de obra” – construido en la década de 1970 -, eran los únicos beneficios que recibieron de los “gobiernos de la Revolución” en 30 años. La falta de agua era severa, de tal forma que, compartían con los animales el agua amarillenta de pequeñas “lagunas” formadas en la época de lluvia. A partir de 1985, gestionamos con las comunidades una serie de obras: Electrificación, ampliación de la terracería, construcción de tanques de almacenamiento, “ollas de agua” con una capacidad de 1 millón de litros y canchas deportivas. (Yo trabajaba, entonces, en el Departamento de Infraestructura de Asuntos Indígenas) (<¡¡Pinche gobiernista!!>…
En una ocasión dormí en casa de Chepe. Compartieron la tortilla, la sal y una taza apenas pintada de café. La esposa de Chepe no paraba de disculparse por la pobreza de la cena. La yaya (abuela) dormía en la cocina sobre unas tablas, que estaban a unos 15 centímetros del piso. En una teja de barro acomodaban algunas brazas y luego la colocaban debajo de las tablas para que la anciana no pasara frío. Había llegado la hora de dormir y con ella la advertencia de Chepe: “A ver como te va con el frío y las pulgas”, decía, mientras acomodaba unas tablas sobre el piso de tierra… ¡Puta madre de pulgas! ¡Me pusieron una madriza toda la noche! Lo peor fue el dolor de pulmones con el que amanecí. ¡Sorpresa! El humo del fogón y su docena de partículas cancerígenas, se quedan en casa. Frío, pulgas y humo en los pulmones. Sí que es dura la vida de hombres, mujeres y niños sobreviviendo en la pobreza en esas comunidades. Así fue ayer, hoy, mañana, pasado, y a veces es… toda la vida. Faltaba más. Cientos de ellos se van a incorporar a las filas del EZLN en la segunda mitad de la década de 1985. Van a participar en la toma de San Cristóbal y a recibir su bautizo de fuego el 5 de enero de 1994.
Ese día, en la terracería y rumbo a la zona de combate, las periodistas Rosa Rojas, Blanche Petrich y su servilleta, nos encontramos con un Datsun que bajaba dando tumbos. Era de un grupo de periodistas. No gritaban que regresáramos pues, a decir de ellos, habían sido atacados con rockets. Efectivamente muy cerca de San Antonio los Baños se veían los impactos de los proyectiles. No pudimos seguir pues efectivos del Ejército federal tomaban posiciones apuntando sus armas hacia la ladera. Desde la cima, los insurgentes, disparaban contra las aeronaves de la FAM. El accionar del G3 recuperado había obligado a los aviones y helicópteros a disparar, con menos efectividad, de mayor altura. El bombardeo en las comunidades El Corralito y San Antonio los Baños provocó el inmediato abandono de sus pobladores que se refugiaron en la Casa Don Bosco.
El 2 de febrero el Sub escribía: “Al mismo tiempo leo en un periódico que lo acusan a usted y a otras nobles gentes de ser “voceros del EZLN” o “zapatistas”. Problemas. Si quiere usted saber de dónde provienen esas denuncias y amenazas, busque en los directorios de las asociaciones ganaderas y encontrará mucha tela de dónde cortar.”
¡Qué va! Ojalá y sólo hubiesen sido los ganaderos. Camino al refugio en San Cristóbal, un indígena del lugar tan pobre como los demás, me reconoció. Me señalaba con el dedo. Con coraje y a gritos me dijo: “Tú eres responsable de lo que está pasando. Tú eres de los zapatistas”. Desconcertada, Blanche Petrich, solo atinó decir: “Él lo que hace es defenderlos a ustedes”. Era evidente que la periodista no sabía nada de las contradicciones en las que vivían los pobladores de esas comunidades. Si bien miles de indígenas en Chiapas habían optado por la lucha armada, miles no y, otro tanto, eran declarados antizapatistas.
Entre el 4 y 5 de enero, en San Cristóbal de Las Casas, surgió el Quinto Ejército: el de la Sociedad Civil. Cientos de personas acudieron al llamado de la Coordinadora de organismos no gubernamentales por la paz (Conpaz). El día 6, en una riesgosa misión solidaria, se desplazaron hacia las comunidades del sur. Estaban desoladas. Varias chozas habían sido destruidas por el EF. El 12 de enero miles de ciudadanos se movilizaron en la Ciudad de México en contra de los bombardeos a las comunidades indígenas y por la paz. El 12 de enero el gobierno federal decretó el “cese unilateral del fuego”. La sacudida rebelde de los indios zapatistas estaba removiendo estructuras, conciencias… la Señora sociedad civil se había fajado las nahuas…
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