Durante 40 años, la historia de Dení Prieto Stock ha sido un profundo secreto a voces –pero no muchas– en dos memorias colectivas sin aparente relación. Una en su esfera personal, los amigos y familiares que la amaron, admiraron y siguen llorando: un tormento. Otra, largamente subterránea, alcanza al hoy EZLN (ausente en el relato) como María Luisa, compañera: un ejemplo. Caería como combatiente de las Fuerzas de Liberación Nacional en una casa de seguridad en Nepantla, que hoy visita una sobreviviente del ataque criminal del ejército, Gloria Benavides, y lo reconstruye in situ para el documental Flor en otomí, de Luisa Riley (2012, en cartelera).
Lo primero que aporta la estupenda y discreta película es la certidumbre de que conocerla fue un privilegio de primer orden. Hermana, novia, amiga, prima, sobrina para unos, simplemente compañera para otros. Luz que no se apaga. Érase una muchacha que decidió vivir, y morir, por la patria (y la justicia), así como suena y nada más.
Si uno pica en Google puede llegar a un blog de mujeres adherente de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona que abre con una foto de credencial de Dení (sus grandes lentes de miope lectora, su cara limpia, su seriedad sobrecogedora), junto a otra de la Comandanta Ramona de cuerpo entero, sus ojos eternamente juveniles a través del pasamontañas. Dos pequeñas grandes mujeres. A Dení le hubiera dado orgullo el díptico.Lo primero que aporta la estupenda y discreta película es la certidumbre de que conocerla fue un privilegio de primer orden. Hermana, novia, amiga, prima, sobrina para unos, simplemente compañera para otros. Luz que no se apaga. Érase una muchacha que decidió vivir, y morir, por la patria (y la justicia), así como suena y nada más.
Riley paga con Flor en otomí su propia deuda por la lección de vida de Dení, a cuyo nombre alude el título. Con nitidez política y sobriedad en el trazo, el documental retrata qué fue aquel milagro adolescente sucedido en la ciudad de México a finales de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado, fulgurante, difícil de aceptar; heroico para unos, locura para otros, coherente con ella, que ya en 1969 se define en su diario: “Estoy en segundo de secundaria, soy atea, hipy y comunista, intelectual”. Así venía.
Nacida en el privilegio ético de una familia comprometida y liberal, temprano alcanza conclusiones firmes, que en su caso resultarán definitivas. Nace en 1955. Su padre es el escritor y dramaturgo Carlos Prieto Argüelles, su madre la neoyorkina Evelyn Stock, de una familia judía librepensadora de origen ruso. El núcleo familiar se define desde un matrimonio, en rebeldía a una cierta familia Prieto que ha dejado huellas contradictorias en la vida del país; mayormente reaccionaria (y con furia) bajo la sombra del abuelo Jorge Prieto Laurens, organizador de la Asociación Anticomunista de las Américas e inspirador de los Halcones del echeverriato (precisamente el punto de quiebre de Dení, quien tal vez no lo supo). A él le mostraría el procurador Pedro Ojeda Paullada la foto del cadáver de la incipiente guerrillera, nueve balazos, probable tiro de gracia. Cinco segundos lo muestra la película. Flor con tallo de acero, la define su hermana Ayari.
En esos años abundaban los desaparecidos, al estilo Echeverría. Queda claro, y Riley lo demuestra, que lo ocurrido en Nepantla fue un asesinato, un crimen de Estado, responsabilidad del presidente y del apenas antier liquidado ex general (futuro narco) Mario Acosta Chaparro, mando de los escuadrones castrenses que liquidaban y desaparecían militantes o guerrilleros, y a sus familiares, en una guerra ilegal que se inició en 1968 y duraría 10 años.
Junto con sus padres y su hermana (un muégano lo define ésta), tuvo una infancia que las instantáneas y alguna filmación familiar en ocho milímetros retratan apacible, segura y con perros consentidos. Una isla clasemediera, inteligente y rebelde en las aguas del clan Prieto, donde no encajaban, entre aquel México y el Brooklyn de la rama materna. El equilibrio se rompe en 1968: las protestas, la represión y sus secuelas, sísmicas en el corazón de Dení. Tiene 13 años. La precoz voluntad de su destino la sigue a la preparatoria en el Colegio Madrid, aún fuertemente republicano, y desde ahí sumerge su indignación y su urgencia por hacer algo luego del halconazo de Corpus en 1971. Luis Echeverría sigue siendo un verdugo de jóvenes. Ella encara al hijo del presidente, Pablo, y le dice que su padre es un asesino. Sería el suyo también.
El golpe en Chile contra Salvador Allende, otro cataclismo que marca a la generación de Dení, la encuentra ya con un pie en la clandestinidad, según recuerda su tío Luis Prieto. Así resuelve el dilema, común entonces para los jóvenes: vía armada, ¿sí o no? Toma la determinación al menos un año antes de su muerte. Para desmayo de su familia, en vez de ir a la universidad estudia enfermería en la Cruz Roja, a cinco cuadras de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Febrero de 1974: la noticia en los diarios, inexacta, atroz, acusatoria, la sepulta en la fosa común de los subversivos. Flor en otomí, con espléndida banda sonora de Steven Brown, descifra la emoción y la experiencia de Dení/María Luisa en la claridad de su juventud imperecedera.
Hermann Bellinghausen
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