Despojo de miles y miles de hectáreas de las mejores tierras, o las mejores aguas, o las más rentables entrañas, por las buenas o por las malas. Eso y la descomposición o debilitamiento de la vida comunal a base de programas gubernamentales que resumen la existencia de los pueblos a una cuestión de dinero: sumas, restas, y sobre todo divisiones. Eso es lo que dejó a su paso el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa. Beligerante en el autoelogio, parece no enterarse que durante seis años —doce si nos vamos al foxismo— ejerció una política devastadora para los indígenas del país, a través de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).
Y aunque hoy el tema forense se ha masificado, la alta mortalidad violenta ha golpeado a Ostula, Cherán, la región triqui, la Montaña y la costa de Guerrero: masacres a cuenta gotas. A gran escala, la operación ha consistido en enajenarles el mayor territorio posible. El costo de los distintos exilios —político, económico, por miedo, por la fuerza, por intolerancia— fue pagado alegremente por el calderonismo, una minucia ante las ganancias de las transnacionales mineras, turísticas, agroindustriales, de energía eólica o hidroeléctrica, que le están más que agradecidas.
Pero seamos justos, más que la “benigna” CDI, quienes más han atentado contra la integridad de los pueblos indígenas han sido las policías estatales y federales, el Ejército federal, las secretarías de Agricultura, Medio Ambiente o Educación, las Comisiones Federal de Electricidad o Nacional del Agua. Múltiples y numerosas estrategias instrumentadas mediante contrareformas a las leyes y reglamentos federales y estatales, programas de titulación de tierras, reubicación (como el experimento chiapaneco de las ciudades rurales), renta o expropiación. Campañas de chantaje, convencimiento y compra de voluntades en ejidatarios del desierto de Virikuta, las costas de San Dionisio del Mar, la región chol, el valle del Yaqui, la sierra Huichola, San José del Progreso. La hostilidad sostenida contra los zoques oaxaqueños de Chimalapas, los purhépechas, los nahuas de Jalisco, Estado de México, Michoacán, Guerrero, Morelos, Veracruz. Por no mencionar hostilidades más obvias contra los pueblos del istmo de Tehuantepec, los rarámuri, tlapanecos, mixtecos, y en primer lugar los tzotziles, tzeltales, choles y tojolabales del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), sobre quienes pesa la ocupación militar más numerosa y extendida en el territorio nacional, aún ahora que todo México es cuartel.
Por eso resultarían un chiste, si no fueran tan ofensivas, las conclusiones a que ha llegado el gobierno federal respecto a sus “logros” en la “atención” a los pueblos indígenas. Qué más podría esperarse de indigenismo postmortem que tan bien representa Luis H. Álvarez, con su “corazón indígena” propalado a los cuatro vientos, siendo que antes de conocer (es un decir) a los zapatistas, sólo conocía a los inditos de su tierra, cuando era un chabochi que visitaba a los rarámuri en condición de candidato (si no para qué). Ejemplo del proverbial conocimiento que tiene la derecha católica del Partido Acción Nacional (PAN) de los pueblos indios. (Otro, Carlos Castillo Peraza, también invocado por el presidente, admitía que los únicos indígenas que conocía eran los peones mayas de su natal Yucatán). Esto no importaría sino fuera porque ha sido en manos de gente con esta calificación en el tema que se ha puesto (es un decir) la política de atención a las “etnias”.
El encargado de la oficina indigenista del gobierno, Xavier Abreu Sierra, argumenta a favor de más presupuesto y hasta de una “secretaría”, con el hecho de que esta población suma casi el 16 por ciento de los mexicanos: “El día de mañana tiene que ser una secretaría, son 14 por ciento de los mexicanos los que se autorreconocen como indígenas. Son 15.7 millones”. Según informa Carolina Gómez Mena (La Jornada, 28/10/12), el funcionario apuntó que más que darle otro rango, lo necesario son más recursos. “No es de denominación, sino de aumento presupuestal para hacer más eficiente el trabajo; la ventaja que tiene ser comisión es la transversalidad con las secretarías, para mí ahora no es tan importante que sea secretaría, es más importante más presupuesto”. Eso, el dinero.
Pero las claves de esta aparente (y también real) frivolidad calderonista están en las palabras del presidente Calderón para presentar las memorias indigenistas de su mentor, padrino y colaborador Luis H. Álvarez, quien de senador que cayó por la Lacandona en 1995 a comisionado de paz del primer gobierno panista y director de la cdi en el segundo, no ha hecho más que exhibir las limitaciones y la poco edificante intención de ablandar los núcleos duros de la autodeterminación indígena.
El inusitado discurso de Calderón para presentar en el Fondo de Cultura Económica el libro Corazón indígena: lucha y esperanza de los pueblos originarios de México el pasado 26 de julio, puede ser visto como informe final de su gobierno en materia de pueblos indios, y de manera harto particular su versión de los hechos, y su inverosímil candor, respecto al ezln y los pueblos de Chiapas. Poco más, poco menos, sostiene que su administración superó la etapa del indigenismo institucional ejercido por el antiguo Instituto Nacional Indigenista, sustituido por la cdi. Pero su concepción es de “apostolado”: “Ha sido una luz que ha cambiado la realidad de las comunidades zapatistas, no a partir de las armas, como originalmente ellas vendían (sic), sino a partir de la fuerza de los no violentos, los pacíficos como dice el Evangelio, del cual, si queda alguno entre nosotros, ese hombre fuerte de la paz se llama don Luis Álvarez”.
En su reseña, Calderón destaca como “fundamental” el capítulo dedicado a la CDI “que don Luis presidió, a petición y encargo mío”. Allí “se recogen los distintos aspectos o políticas públicas que ha habido en relación a los indígenas, desde las primeras etapas de los (años) 20 hasta los 40. Esta etapa en que se hablaba de superar los problemas indígenas en una concepción muy integradora, muy, casi, arrolladora o excluyente de las comunidades indígenas mismas”.
Con todo lo que puede cuestionarse aquel indigenismo paternalista, autoritario, partidista, integrador (tan siquiera no desintegrador como el “apostolado” que hemos visto los pasados años), antes estuvo en manos de, digamos, expertos. Aún al final, con Arturo Warman como el pilar intelectual del indigenismo práctico, había una concepción articulada, aunque resultara completamente errónea. El salinismo inauguró con Solidaridad la era del binomio presupuesto/atención a indígenas hoy en boga en los discursos de priístas, panistas y perredistas que pugnan por “más presupuesto” y una “secretaría indígena”. Los iguala el hueso.
Remata el presidente: “Creo que es muy difícil imaginar si ha habido, no sólo una cantidad mayor de recursos destinados a comunidades indígenas y, particularmente, en Chiapas. Si no hubo un campeón, un gestor, un abogado, un apóstol, como don Luis Álvarez, que se dedicó a que esos recursos llegaran a las comunidades indígenas”.
Calderón no desperdicia la oportunidad de dar un par de zancadillas al obispo Samuel Ruiz García; tampoco la de saludar entre el público al historiador Juan Pedro Viqueira y al director de la cdi, asesores clave del apóstol panista que no tuvo reparo en retratarse en la portada con la ropa tradicional de las autoridades tzotziles, como lo han hecho por décadas gobernadores, legisladores, candidatos y secretarios de Estado. Igualito. Mejor lo hubieran retratado en su camioneta de doble tracción cruzando el puente que lleva su nombre en Roberto Barrios, como el “Diógenes” de Oportunidades y anexas que describe Calderón, llegando a las comunidades con la buena nueva de la chequera.
Cita a Viqueira para desmontar la “idealización” de los pueblos indios, “que es una forma de desconocimiento”. La capacidad de síntesis de la cita es iluminadora: “La idealización de la realidad política de los indígenas ha conducido la teoría de que ellos cuentan con un sistema de gobierno de origen prehispánico que garantiza la resolución de conflictos, la armonía, la justicia y la igualdad en la comunidad, a partir de principios, no sólo diferentes, sino superiores”. El mandatario endosa tal pensamiento: “Hay conflictos, y no hay armonía y hay injusticia como lo hay, creo, en cualquier sociedad. Una parte importante de resolver los problemas de injusticia también es romper el prejuicio de que hay una cierta armonía preestablecida, precisamente, de origen indígena”.
Esto dicho por el adalid de las mineras canadienses y coreanas en expansión sobre territorios comunales, o ejidales, o sagrados; de las hidroeléctricas en regiones wixaritari, cora, nahua; de agroindustrias en tierra agrícolas, bosques, selvas, desiertos; de semillas transgénicas que la gente no quiere ni necesita. Habla el promotor de desarrollos turísticos en la “Riviera maya”, la selva Lacandona y la Barranca del Cobre; de la masificación de torres de energía eólica en Juchitán. Es comprensible que lo irrite “el prejuicio de que hay una cierta armonía preestablecida”.
Hermann Bellinghausen
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