En entrevista con Julio Scherer, allá por las postrimerías de la Marcha del Color de la Tierra, el subcomandante Marcos expuso sucintamente la concepción de rebeldía que explica al EZLN: “En el caso de los movimientos de rebelión, gana el que no muere… en el caso del rebelde, basta con que persista, con que resista… para erosionar el poder”. En una demostración inequívoca de consistencia, que extrañamente no reconocen sus críticos “revolucionarios”, el movimiento zapatista ha conquistado su propósito primario: a saber, persistir, sobrevivir. Y si alguien considera que esta persistencia no ha redituado política o socialmente, tan sólo véase la influencia de los principios neozapatistas en el abanico de movilizaciones que han germinado desde la génesis e irrupción del EZLN: la horizontalidad dialógica, el reconocimiento de la diferencia, la disidencia apartidista, la no institucionalización de la resistencia, la autonomía comunitaria, la oposición creciente al progresismo.
Estos criterios ético-políticos, si bien aún embrionarios, se traducen, en el terreno de la práctica política zapatista, como un rechazo a cualquier proyecto sociopolítico con tintes hegemónicos; por ejemplo, la conformación de un frente amplio que emane de la clase política (sueño húmedo de Guillermo Almeyra, y otros “revolucionarios clásicos”). Para esta visión frentista doctrinaria –protoperonista–, la fuerza numérica posee un valor crucial, acaso primigenio, en cuanto posibilita la conquista de la hegemonía. Pero en Chiapas disienten con esta fórmula: para los zapatistas, la única contrahegemonía auténtica es la antihegemonía. Marcos hace notar: “Detrás de la hegemonía está la trampa; la trampa de repetir la historia una y otra vez. No es posible construir la homogeneidad sobre el otro”. El distanciamiento del zapatismo con la política electoral no es fortuito: es un esfuerzo deliberado para evitar la trampa referida, la repetición de la historia, la reedición de la derrota, la alienación de la voluntad en provecho de una “acción conjunta” cuyos resultados estén supeditados a la homogeneidad de un poder inicuo. E insisten legítimamente: “Para que vamos a preocuparnos si el gobierno es de derecha, izquierda o centro, si finalmente allí no se están tomando las decisiones fundamentales”.
Cuando se le atribuye al EZLN “limitaciones, carencias y errores de una dirección muda e impasible durante largo tiempo ante los horrores provocados por el fraude que impuso en Los Pinos a Calderón” (G. Almeyra), se soslaya irresponsablemente que la irrupción, persistencia e indestructibilidad de la resistencia zapatista constituye la denuncia más categórica (también la más congruente) a toda la podredumbre que corroe al corpus institucional.
El zapatismo empuña una bandera diametralmente distinta a la que pretenden endosarle desde el “revolucionarismo clásico”: activamente desaprueban fórmulas eficientistas e idearios encuadrados en los confines de la política electoral; y en cambio juzgan que los cambios de larga duración requieren resistencias de largo alcance y duración.
Anclada en categorías decimonónicas, la errática crítica de los críticos no alcanza siquiera a comprender mínimamente el corazón programático e ideológico del zapatismo. Continúa invocando proselitistamente la comunión de las “izquierdas”, la primacía de la política partidaria-electoral, en lugar de celebrar el potencial que se aloja en la diversidad de resistencias que por fortuna dispone México.
Para conveniencia de los despistados críticos del zapatismo, dejemos que el sub Marcos esboce con manzanas el compás filosófico que guía las incomprendidas acciones de los zapatistas: “En el momento en que el EZLN se convierta en un proyecto revolucionario, en algo que devenga en un actor político, en un actor político dentro de la clase política, el zapatismo habrá fracasado como propuesta política”.
Arsinoé Orihuela
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