Tratando de ser sintético, la sociedad mexicana no le dijo “al Diablo a las instituciones” sino que las interpeló, les exigió que cumplieran con lo que dicen sus rótulos: “gobierno”, “seguridad”, “legislación”, “justicia”, “transparencia”, “derechos humanos”, “democracia”, “no violencia contra las mujeres”, “soberanía”, y descubrió que las instituciones no solamente mandaban al Diablo a sus gobernados, sino que los sumían en un infierno con 100 mil muertos, 25 mil desaparecidos, 120 mil desplazados y otros miles de víctimas en apenas seis años.
¿Qué credibilidad tienen hoy para un ciudadano informado y crítico instituciones como los tres poderes de la Unión federales, estatales y sus gobiernos municipales? ¿Qué credibilidad tienen el Instituto Federal Electoral, el Instituto Federal de Acceso a la Información, la Comisión Nacional de Derechos Humanos? ¿Qué credibilidad, la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales, la Procuraduría Federal de Protección al Medio Ambiente y la Comisión Nacional del Agua? ¿Qué credibilidad tiene el Instituto Nacional de Migración? ¿La desaparecida Secretaría de Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República? ¿Las fuerzas armadas? ¿Qué credibilidad tienen los partidos políticos electorales? ¿Qué credibilidad, empresarios y empresas como Slim, Televisa, TV Azteca? ¿La iglesia, los sindicatos? Las instituciones perdieron su credibilidad con mucho, sobrado mérito. Y las etapas en que esa confianza se fue desmoronando son varias. Al menos, de 1968 a la fecha.
El EZLN aceptó el mandato de la sociedad civil de parar la guerra y hacer política civil y pacífica. Asistió al diálogo con el Estado, firmó con el gobierno los Acuerdos de San Andrés, en la primera mesa temática de negociación de varias que faltaban (precisamente con temas como los antes entrecomillados) y se encontró con la unidad de los de arriba contra los derechos de los pueblos. Los tres partidos PRI-PAN-PRD no respetaron los acuerdos no solamente por la maldad individual de Jesús Ortega, Manuel Bartlett y Diego Fernández de Cevallos, sino porque representan a esas instituciones subordinadas a los intereses del dinero, especialmente de Washington, y no a quienes dicen gobernar.
Un sector de la sociedad creyó en la promesa de que las urnas son su herramienta de ciudadanía y votó por su opción de izquierda electoral en 1988, 2006 y 2012. El resultado es el fraude, la imposición, y la final resignación de sus excandidatos y líderes, quienes después de una protesta inicial contra el fraude, cada vez más tibia que la anterior, los convocaron a fundar un nuevo partido y promover nuevas candidaturas en los próximos comicios. Quienes cayeron en la trampa del voto útil en el 2000 abrieron la puerta a uno de los periodos más tristes de la historia del país, la imposición de un candidato del dinero, Fox, y luego la imposición del candidato de las armas, Calderón. Hasta ahora no hemos leído la autocrítica de ninguno de los promotores de ese voto útil para el dinero y la muerte.
A nivel estatal, vivimos las falsas transiciones a la democracia que llevaron al poder a gobernadores panistas, gobernadores de alianzas PAN-PRD (y vienen más de esas candidaturas) y gobernadores de la alianza “progresista” PRD-PT- Convergencia, con el voto de las bases de la actual MORENA, y candidatos extraídos de la cúpula de los viejos cacicazgos priistas y las oligarquías de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Baja California Sur, actualmente Morelos y Tabasco y, paradigmáticamente, el DF, donde a la sombra de sus gobiernos progresistas crecieron los intereses de Carlos Slim, WalMart y Televisa.
Las instancias legislativas y la Suprema Corte fueron agotadas no solamente por el movimiento indígena y el EZLN, sino por todos los luchadores por el territorio, el medio ambiente y los derechos humanos. De la masacre de Acteal a las represiones de Atenco, Oaxaca y luchas como las de distintas comunidades y pueblos del país contra minas y otros despojos y atropellos, encontraron que las leyes no operan, las sentencias del poder judicial se desacatan sin consecuencias y los poderes de las transnacionales se imponen sobre las leyes, los derechos y las reivindicaciones de los pueblos, todo ello precisamente con la obsequiosa colaboración de las instituciones.
La víctimas mexicanas de violaciones a sus derechos humanos han tenido que recurrir a instancias internacionales como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos para denunciar abusos militares y policiacos, y más recientemente a tribunales éticos, de conciencia y con resolutivos no vinculantes como el Tribunal Latinoamericano del Agua para denunciar el riesgo de colapso hídrico nacional y el Tribunal Permanente de los Pueblos para denunciar el genocidio y ecocidio del Estado mexicano contra su propia nación y país. En todos esos tribunales internacionales, hasta el momento, ha sido condenado el gobierno mexicano por graves violaciones a los derechos humanos de los mexicanos, y le han recomendado respetar las leyes nacionales, la Constitución y los tratados internacionales en materia de derechos humanos y derechos de los pueblos.
Un representativo conglomerado de víctimas arropadas en el Movimiento Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad intentó dialogar con Calderón como representante del Estado mexicano y encontró los mismos oídos sordos, corazón endurecido e inercia de la maquinaria al servicio del dinero y las armas. Incluso recibieron la incomprensión y el linchamiento mediático no sólo de la derecha sino de la izquierda del pensamiento (y candidato) único que difama a todo aquel que no puede cooptar.
Es larga la lista de los rebeldes traicionados por gobiernos con los que estaban en diálogo, desde los jaramillistas, el movimiento del 68, el EZLN, Atenco…
Prácticamente todos los actores sociales y movimientos nacionales han agotado las instancias internas de democracia, de leyes y de justicia y han sido defraudados, traicionados y burlados. A muchos les ha costado la vida el solamente alzar la voz.
Actualmente, quienes siguen en la lucha seria y honestamente, o se remontan a las instancias internacionales o se plantean: ¿Qué hacer con estas instituciones que nos han mandado al Diablo a todos y nos han arrastrado al infierno de la guerra contra el pueblo?
¿Quién nos dice que ahora el camino será dialogar, fundar nuevos partidos, participar en las próximas elecciones o dar el beneficio de la duda a quienes ya de sobra conocemos y ahora nos quieren hacer creer que son nuevos, que se regeneraron o que nos quieren regenerar a todos con el solo capital de una palabra cada vez más devaluada? Ya de falsas transiciones, diálogos traicionados y represiones, en las cuales el PRD se coordina perfectamente con el PAN y el PRI, tenemos bastante. La coordinación de derechas e izquierdas en la contrainsurgencia en Chiapas y en la represión en el DF son apenas dos botones de muestra.
La consigna “México no tiene presidente” se queda corta, porque sigue girando en la teoría liberal de la política: el hombre o la mujer en el poder son el cambio o el mal, pero lo que no tenemos es Estado ni gobierno ni instituciones, porque las que dicen representarnos (toda la clase política y sus partidos, incluidos los que apenas piden su registro con nuevo nombre) han gravitado en función de los intereses del poder, el dinero y las armas. Pedir cobijo en esas instituciones que nos atacan sería dar prueba de una imaginación política mutilada, resignada o domesticada.
Otra opción es poner muy claro quiénes somos “nosotros” y quienes “ellos”. Y no se puede saber solamente por la fraseología y por teorías de la conspiración: se puede saber muy bien por la manera como nos han tratado cuando son gobierno y porque quien de verdad quiera un cambio no puede pedirnos seguir los mismos caminos que ya nos han llevado al fracaso. ¿Cuántas injusticias más hacen falta? ¿Continuaremos demandando “soluciones” a las instituciones que nos han tratado como si fueran las de una potencia invasora sobre un pueblo conquistado?
Es clara la falacia de que solamente hay una vía política pacífica (las urnas) o la vía armada, y ninguna otra: Los de arriba han usado una combinación de ambas, las urnas, controladas por ellos, con candidatos ya rasurados antes salir al ruedo, y las armas, ambas herramientas al mismo tiempo al servicio del poder y contra el pueblo. Salir de su esquema y cambiar los términos de la lucha es obligación de los de abajo. No nos quedemos como el personaje de “Ante la ley” de Kafka: esperando que nos abran una puerta que todo el tiempo tuvimos el derecho de abrir y cruzar.
Javier Hernández Alpízar
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