El sostén de la religión democrática es muy extraño. Aristóteles consideraba ya que la democracia es una forma corrupta e indeseable de gobierno; que las elecciones favorecen a quienes pueden comprar votos; que la riqueza, más que el mérito, es la clave para entrar al gobierno, y que los ricos, una vez en el poder, gobiernan sólo para su propio provecho, no para el bien común. ¡Una buena descripción de nuestra situación! Una mayoría de personas razonables compartió ese punto de vista hasta bien entrado el siglo XIX. En 1988 Octave Mirbeau no ocultaba su desprecio por el votante, "ese animal irracional, inorgánico, alucinante", que le parecía peor que los corderos, los cuales también van dócilmente al matadero, "pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el burgués que se los comerá" (en Jappe, Crédito a muerte, p. 61).
En el siglo XX la experiencia de los regímenes autoritarios y totalitarios, que en México tomó la forma de la dictadura perfecta establecida por el PRI, hizo atractiva la democracia. Las clases gobernantes perdieron el miedo al sufragio universal porque lo controlaron rápidamente los partidos, ninguno de los cuales puede presumir seriamente de efectiva democracia interna. Todo esto se sabe. Como se sabe que en una sociedad capitalista las élites partidarias y corporativas controlan los procesos democráticos y los aparatos de gobierno, en función del monto de dinero al que tienen acceso.
Pero la gente sigue votando. Según Anselm Jappe, el votante de derechas no es tan tonto: obtiene a menudo lo que quiere. El que vendió su voto y vota por el candidato que va a contratar a su hijo u obtener subvenciones para los campesinos de su pueblo es, finalmente, el más racional. Jappe no perdona al votante de izquierdas: “Aunque jamás ha obtenido aquello por lo que vota, persiste. No obtiene ni el gran cambio ni las sobras… Votar todavía por la izquierda… entra en lo patológico” (p. 63).
El Movimiento Regeneración Nacional (Morena) no se recupera aún de la resaca de una borrachera que ni siquiera disfrutó. La depresión lo fragmenta. Unos se cuelgan aún del líder para averiguar qué es eso de la desobediencia civil institucional o soñar en el 2018, mientras otros empiezan a buscar una puerta digna de salida. La fe democrática que compartían se ha convertido en mera superstición, una fe fuera de lugar, un dios ridículo. Pero se reza aún ese catecismo.
Algunos desbalagados de esa tradición caerán en la Convención Nacional contra la Imposición que se celebrará esta semana en Oaxaca. Se sentirán incómodos en la compañía de quienes comparten su obsesión por conquistar los podridos aparatos gubernamentales pero propondrán armas en vez de votos para conseguirlo.
La mayoría de los delegados se repartirán en mesas para examinar la coyuntura y acordar la estructura y plan de acción del movimiento.
En nombre de demandas legítimas se propondrá pedir peras al olmo. Puede ser inevitable o conveniente presentar exigencias a los gobiernos. El problema está en la manera y condiciones de hacerlo. ¿Cómo evitar que así se entregue la primogenitura por un plato de lentejas, legitimando lo inaceptable?
Será fundamental identificar maneras de reaccionar ante las agresiones que se multiplican. ¿Cómo reaccionar ante hechos como los de Comandante Abel o Cherán? Sabemos ya que no bastan manifiestos de solidaridad. ¿Cómo expresar prácticamente el principio de que tocar a uno es tocar a todos? ¿Cómo hacer valer esa inmensa fuerza organizada de cuantos participan en la convención?
Un desafío central será definir la estructura. Algunos insistirán en la forma partido, con estructuras verticales y centralizadas. Otros sólo aceptarán una organización que respete la autonomía de cada quien y mantenga el carácter horizontal de las decisiones y los mecanismos de acción. Quieren estar juntos, pero no revueltos, y mucho menos sometidos.
Acostumbradas a ver sólo hacia arriba, algunas organizaciones despreciarán las acciones concretas de la gente común que configura transgresiones más allá del capitalismo, empieza a construir la nueva sociedad y contiene un vigoroso plan de acción por el cambio radical y la acumulación de fuerzas.
Quienes se preparan a recibir a los miles de delegados, en Oaxaca, saben de su responsabilidad. Alimentan la esperanza de que la convención transforme la resistencia en construcción creativa de un mundo propio, en formas de vida y de gobierno organizadas desde abajo, como las de quienes en barrios y pueblos han sabido siempre lo que es la democracia de los políticos y practican su propia democracia, la auténtica.
Gustavo Esteva
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