Éstas son las principales productoras de cultivos básicos como el arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave en la agricultura y en la alimentación, ellas son, junto con los niños y niñas, las más afectadas por el hambre.
Las mujeres campesinas se han responsabilizado, durante siglos, de las tareas domésticas, del cuidado de las personas, de la alimentación de sus familias, del cultivo para el autoconsumo y la comercialización de algunos excedentes de sus huertas, cargando con el trabajo reproductivo, productivo y comunitario, y ocupando una esfera privada e invisible. En cambio, las principales transacciones económicas agrícolas han estado, tradicionalmente, llevadas a cabo por los hombres, en las ferias, con la compra y venta de animales, la comercialización de grandes cantidades de cereales, etc., ocupando la esfera pública campesina.
Esta división de roles asigna a las mujeres el cuidado de la casa, de la salud, de la educación y de sus familias y otorga a los hombres el manejo de la tierra y de la maquinaria, en definitiva de la “técnica”, y mantiene intactos los papeles asignados como masculinos y femeninos, y que durante siglos, y aún hoy, perduran en nuestras sociedades
Salario, pero malas condiciones
Sin embargo, en muchas regiones del Sur global, en América Latina, África subsahariana y sur de Asia, existe una notable “feminización” del trabajo agrícola asalariado. Entre 1994 y 2000, las mujeres ocuparon un 83% de los nuevos empleos en el sector de la exportación agrícola no tradicional. Pero esta dinámica va acompañada de una marcada división de género: en las plantaciones las mujeres realizan las tareas no cualificadas, como la recogida y el empaquetado, mientras que los hombres llevan a cabo la cosecha y la plantación.
Esta incorporación de la mujer al ámbito laboral remunerado implica una doble carga de trabajo para las mujeres, quienes siguen llevando a cabo el cuidado de sus familiares a la vez que trabajan para obtener ingresos, mayoritariamente, en empleos precarios. Éstas cuentan con unas condiciones laborales peores que las de sus compañeros recibiendo una remuneración económica inferior por las mismas tareas y teniendo que trabajar más tiempo para percibir los mismos ingresos
Tierra sin nombre femenino
Otra dificultad es el acceso a la tierra. En varios países del Sur, las leyes les prohíben este derecho y en aquellos donde legalmente lo tienen las tradiciones y las prácticas les impiden disponer de ellas. Pero esta problemática no solo se da en el Sur global. En Europa, muchas campesinas no tienen reconocidos sus derechos, ya que a pesar de trabajar en las explotaciones, igual que sus compañeros, la titularidad de la finca, el pago de la seguridad social, etc., lo tienen, habitualmente, los hombres. En consecuencia, las mujeres, llegada la hora de la jubilación, no cuentan con pensión alguna, no tienen derechos a ayudas, cuotas, etc.
Frente a este modelo agrícola neoliberal, intensivo e insostenible, que se ha demostrado totalmente incapaz de satisfacer las necesidades alimentarias de las personas y el respeto a la naturaleza, y que es especialmente virulento con las mujeres, se plantea el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Se trata de recuperar nuestro derecho a decidir sobre qué, cómo y dónde se produce aquello que comemos; que la tierra, el agua, las semillas estén en manos de las y los campesinos; de combatir el monopolio a lo largo de la cadena agroalimentaria.
Y es necesario que esta soberanía alimentaria sea profundamente feminista, ya que su consecución sólo será posible a partir de la plena igualdad entre hombres y mujeres y el libre acceso a los medios de producción, distribución y consumo de alimentos. Hay que reivindicar el papel de las campesinas en la producción agrícola y alimentaria y reconocer el papel de las “mujeres de maíz”, aquellas que trabajan la tierra.
Esther Vivas.
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