Los procesos políticos nacen, crecen, se estabilizan y decaen. En ocasiones consiguen fecundar procesos nacientes, mientras otros tienden a la esclerosis. Sin pretender establecer leyes deterministas, la historia de los procesos políticos sugiere que estas etapas o momentos se suceden con cierta regularidad. Una década es un tiempo suficiente para observar las grandes tendencias, al situarse en algún lugar intermedio entre la coyuntura y el largo plazo.
En América Latina, y de modo particular en Sudamérica, conocimos una coyuntura relativamente breve en la que se concentraron novedades que luego pudimos visualizar como un cambio de rumbo. Entre 1999 y 2003, aproximadamente, comenzaron a instalarse una serie de gobiernos progresistas y de izquierda que cosecharon la siembra de resistencias e insurrecciones protagonizadas por los movimientos indígenas, campesinos y populares en su prologando rechazo al neoliberalismo.
Le sucedió una década de inusitada intensidad político-estatal como no había vivido la región desde mediados del siglo XX. Se produjo un fuerte aumento del producto interno bruto con base en la exportación de productos naturales, se implementaron políticas sociales para reducir la pobreza, se comenzó un vasto plan de obras de infraestructura y crecieron de forma sostenida los ingresos de los trabajadores. De modo desigual, los Estados-nación adquirieron mayor capacidad de intervenir en la economía y en las sociedades, y algunos recuperaron su capacidad de planificar a largo plazo.
La región adquirió peso y voz propia en el escenario internacional y adelantó proyectos de integración que le dieron cierta independencia respecto de las potencias del norte. Durante un tiempo se vivió un clima de mayor bienestar material y satisfacción, en particular entre los sectores populares, que mejoraron su situación por lo menos en la mayor parte de los países.
En algún momento este clima comenzó a cambiar. La potencia hegemónica, sobre todo durante el gobierno de Barack Obama, recuperó la iniciativa que había perdido durante la gestión de George W. Bush. Las derechas locales aprendieron a moverse en un escenario desfavorable, utilizando formas de acción que acuñaron los movimientos populares. Una política conservadora sin centro de comando aparente comenzó a ejecutarse en todos los países, siguiendo una partitura similar, a veces casi idéntica, siempre amplificada (cuando no urdida) por los grandes medios de comunicación.
De forma casi simétrica, los sectores populares organizados en movimientos comenzaron a replegarse. En ocasiones por la eficacia de las políticas sociales que resolvieron las necesidades más acuciantes, a veces porque los propios gobiernos desestimularon o institucionalizaron la movilización y otras porque la confusión política reinante paraliza y neutraliza.
La confusión es un arte. Las guerras sin sentido aparente, como la que algunos gobiernos llevan adelante contra el narcotráfico, tienen el objetivo de paralizar y neutralizar la acción colectiva. Pero también se produce un efecto desmoralizador cuando una lucha es acusada de favorecer a terceros (hacer el juego a la derecha, dicen los gobiernos progresistas), sin tomar en cuenta las razones de los que protestan.
El resultado es similar en todas partes. Desmoralización de los que resisten. La principal excepción es Perú, donde pueblos enteros enfrentan la prepotencia de las multinacionales y del gobierno. En general, el fervor popular tiende a desvanecerse. Esta es la principal tendencia que vivimos en la región.
Sobre ese repliegue cabalgan las derechas y el Comando Sur, que han diseñado políticas bien diversas. Golpes constitucionales en Honduras y Paraguay. Negociaciones de paz en Colombia. Cooptación de gobiernos progresistas por las mineras. Un diseño para aceitar la acumulación. O sea, desmovilizar a los de abajo, que es el prerrequisito para intensificar la acumulación.
Los procesos de cambio han llegado a una suerte de meseta, mientras las derechas avanzan, en casi todas partes. En Perú recuperaron el timón de mando luego de un brevísimo paréntesis. En Argentina recuperaron las calles con formas muy similares a las protestas de 2001, aunque se expresan con entera libertad cuando una década atrás protestas similares se zanjaban con decenas de muertos.
En Brasil el PT tendrá uno de sus peores desempeños en las municipales, mientras Lula ya no consigue convencer a sus votantes como antaño. En Ecuador y en Bolivia una parte de los luchadores que contribuyeron a llevar a los actuales gobernantes a palacio militan ahora en la oposición. En Uruguay la derecha recurre al plebiscito, como antes los movimientos, con posibilidades de ganar. En Venezuela la derecha crece incluso entre los sectores populares, que siempre sostuvieron el proceso bolivariano.
No es fácil identificar en qué punto estamos. Ciertamente, las primaveras quedaron atrás. Muchos síntomas indican que estamos en un recodo del camino cuando se cierra el ciclo del alza de precios de las commodities. O se avanza o se pierde. Una década de políticas sociales sin cambios estructurales no alcanza para modificar la relación de fuerzas heredada. La profundización de la crisis mundial empieza a erosionar apoyos y lealtades y, sobre todo, abre huecos donde las clases medias juegan su partida.
Hace falta un nuevo ciclo de luchas, como el que barrió el continente desde la segunda mitad de la década de 1990, para dar un vuelco a una situación pautada por el crecimiento del conservadurismo de masas, alentado por el consumismo, la osadía creciente de Washington y la parálisis del progresismo.
Pero los ciclos de luchas no se sacan de la galera. Se construyen contra la corriente, con base en el tesón y la entrega militante de hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, que dedican su vida a la causa de los de bajo. Lo preocupante es que esa energía ha sido cuestionada y hasta criminalizada estos años, no sólo por las derechas y el imperio.
Raúl Zibechi.
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