Son ya cosa muy mexicana los fenómenos de violencia extrema que consideraban asunto del Cono Sur, bajo las dictaduras militares, muchos mexicanos de clase media con cierto nivel cultural y de información, o para decirlo más claro: posgrados universitarios, lectura frecuente de Proceso y La Jornada, acceso a libros, internet y televisión por cable.
Hará apenas un par de años que vino a Xalapa y dio una conferencia Ramón Piqué, ex preso político catalán bajo el terror del gobierno castellano contra todos los autonomismos en lo que Madrid llama “España” y sus opositores “Estado español”. El ex preso de conciencia catalán habló de la realidad de la prisión de conciencia y la tortura en el Estado español, y contó su personal caso, en el cual fue interrogado por el juez Baltasar Garzón, a quien le dijo: “Fui torturado”, sin que el juez hiciera el menor caso a su denuncia.
El público universitario que tuvo la oportunidad de platicar con él al final de su testimonio, y de ver en videos breves los testimonios de otros torturados en el Estado español, se mostró sorprendido de que en un país como España ocurrieran semejantes cosas, de las cuales para ellos el referente más cercano eran las dictaduras del Cono Sur.
Después de mucho pensarlo, recordaron las masacres de Tlatelolco, el Jueves de Corpus, y de manera muy vaga la “guerra sucia”. Con más esfuerzo aún recordaron que en 2006 hubo fuerte represión en Atenco y Oaxaca, además era reciente otra en Morelos. Pero fue el conferencista quien hizo referencia a Chiapas.
Quizá el fenómeno psicológico que impedía -a un sector representativo de la clase media- ver que su país, al igual que el Estado español que descubrían con sorpresa en voz de los ex presos de conciencia y torturados, luchadores sociales autonomistas o independentistas, no era muy respetuoso de los derechos humanos.
Hoy no podemos seguirlo evadiendo y negando, la violencia política, la violencia militar, la violencia paramilitar, el terrorismo de estado, si queremos llamar las cosas por su nombre y sin eufemismos, la contrainsurgencia, la represión, la prisión política, las ejecuciones extrajudiciales, las detenciones desapariciones, son en México una realidad cotidiana.
El régimen que encabeza Felipe Calderón puede compararse con los regímenes del terror como método de represión política que existen y han existido en otros países considerandos “democráticos”, con esa democracia de bajísima intensidad, o como dice una humorista: democracia sin azúcar, España, los Estados Unidos, Chile, Colombia, Israel, Guatemala, por ejemplo.
En nuestro país, no solamente se criminaliza y persigue a quienes defienden su territorio y recursos naturales, como a los indígenas, campesinos y ejidatarios de la Otra Campaña en Chiapas: Bachajón, Mitzitón, la Región Costa, sino que se detiene, incomunica y, en los hechos, desaparece a los defensores de derechos humanos del centro de derechos humanos “Digna Ochoa”: José María Martínez Cruz, Eduardo Alonso Martínez Silva, abogados del Centro, y Nataniel Hernández Núñez, director de esa organización; además, grupos no identificados (probablemente paramilitares o como les llamaron en Guatemala “escuadrones de la muerte”) detienen desaparecen y luego ejecutan extrajudicialmente a familiares de defensoras de derechos humanos en Ciudad Juárez. Con los cuerpos recién encontrados, la lista de los integrantes de la familia Reyes ejecutados extrajudicialmente asciende a cuatro: Josefina Reyes Salazar, Elías Reyes Salazar, Magdalena Reyes Salazar y Luisa Ornelas Soto.
Ese tipo de violencia feminicida, juvenicida, la represión contra la gente que defiende derechos humanos, no la tenemos que buscar en un remoto pasado ni en un remoto país, sino en el dolor de quienes hoy comparten el de los presos de conciencia en Chiapas, el de la familia Reyes en Ciudad Juárez, el de los 11 333 migrantes secuestrados en México, según cifras oficiales de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y el de los cerca de 40 mil niñas y niños huérfanos por la guerra de Calderón, más los cerca de 30 mil menores reclutados por el crimen organizado, en el contexto de esta escalada de violencia, según cifras que dio Nashieli Ramírez de Infancia en Movimiento a la agencia CIMAC.
La existencia de grupos paramilitares y de sicarios del crimen organizado que agreden a movimientos, organizaciones, comunidades campesinas, indígenas, mexicanas y mexicanos pobres en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán; y en el norte, en Juárez; junto a los graves casos de feminicidios en lugares como Oaxaca, Estado de México, Chihuahua; los casos de pederastia en Quintana Roo; las agresiones a migrantes centroamericanos y la trata de personas y trata de blancas en Chiapas, Oaxaca, Veracruz; los asesinatos y persecución de periodistas, comunicadores y hasta voceadores, son, en conjunto, una forma de terror de estado, porque se cometan con la complacencia del estado: ya por su pasividad y la impunidad que garantiza o por complicidades aún mayores, como la impunidad de las fuerzas armadas del estado.
Tal vez era eso lo que tanto tiempo quiso negar, o alejar al menos, en el espacio, a otras geografías y en el tiempo, a un pasado “predemocrático”, la conciencia de la clase media mexicana. Una especie de omisión de la percepción, o como diría un oftalmólogo: un escotoma.
Pero ya no es posible negarlo: de los niños muertos en la guardería ABC, los mineros abandonados a la muerte en una mina en Pasta de Conchos, los campesinos reprimidos en Atenco, las organizaciones de la Otra Campaña bajo persecución por todo el territorio nacional, las decenas de presos de conciencia, las víctimas anónimas, las que día a día mueren, desaparecen, viendo negada incluso su identidad y la dignidad de su memoria como “daño colateral” no le piden nada en dosis de barbarie e ignominia a la Libia agredida por Kadafi.
La diferencia es que aquí, formalmente, la gente va a las urnas, como en España, Chile y Guatemala, donde tampoco eso fue obstáculo para el terror.
Pensar ese doloroso panorama ya no permite la complacencia de decir que vivimos en “democracia”.
Hará apenas un par de años que vino a Xalapa y dio una conferencia Ramón Piqué, ex preso político catalán bajo el terror del gobierno castellano contra todos los autonomismos en lo que Madrid llama “España” y sus opositores “Estado español”. El ex preso de conciencia catalán habló de la realidad de la prisión de conciencia y la tortura en el Estado español, y contó su personal caso, en el cual fue interrogado por el juez Baltasar Garzón, a quien le dijo: “Fui torturado”, sin que el juez hiciera el menor caso a su denuncia.
El público universitario que tuvo la oportunidad de platicar con él al final de su testimonio, y de ver en videos breves los testimonios de otros torturados en el Estado español, se mostró sorprendido de que en un país como España ocurrieran semejantes cosas, de las cuales para ellos el referente más cercano eran las dictaduras del Cono Sur.
Después de mucho pensarlo, recordaron las masacres de Tlatelolco, el Jueves de Corpus, y de manera muy vaga la “guerra sucia”. Con más esfuerzo aún recordaron que en 2006 hubo fuerte represión en Atenco y Oaxaca, además era reciente otra en Morelos. Pero fue el conferencista quien hizo referencia a Chiapas.
Quizá el fenómeno psicológico que impedía -a un sector representativo de la clase media- ver que su país, al igual que el Estado español que descubrían con sorpresa en voz de los ex presos de conciencia y torturados, luchadores sociales autonomistas o independentistas, no era muy respetuoso de los derechos humanos.
Hoy no podemos seguirlo evadiendo y negando, la violencia política, la violencia militar, la violencia paramilitar, el terrorismo de estado, si queremos llamar las cosas por su nombre y sin eufemismos, la contrainsurgencia, la represión, la prisión política, las ejecuciones extrajudiciales, las detenciones desapariciones, son en México una realidad cotidiana.
El régimen que encabeza Felipe Calderón puede compararse con los regímenes del terror como método de represión política que existen y han existido en otros países considerandos “democráticos”, con esa democracia de bajísima intensidad, o como dice una humorista: democracia sin azúcar, España, los Estados Unidos, Chile, Colombia, Israel, Guatemala, por ejemplo.
En nuestro país, no solamente se criminaliza y persigue a quienes defienden su territorio y recursos naturales, como a los indígenas, campesinos y ejidatarios de la Otra Campaña en Chiapas: Bachajón, Mitzitón, la Región Costa, sino que se detiene, incomunica y, en los hechos, desaparece a los defensores de derechos humanos del centro de derechos humanos “Digna Ochoa”: José María Martínez Cruz, Eduardo Alonso Martínez Silva, abogados del Centro, y Nataniel Hernández Núñez, director de esa organización; además, grupos no identificados (probablemente paramilitares o como les llamaron en Guatemala “escuadrones de la muerte”) detienen desaparecen y luego ejecutan extrajudicialmente a familiares de defensoras de derechos humanos en Ciudad Juárez. Con los cuerpos recién encontrados, la lista de los integrantes de la familia Reyes ejecutados extrajudicialmente asciende a cuatro: Josefina Reyes Salazar, Elías Reyes Salazar, Magdalena Reyes Salazar y Luisa Ornelas Soto.
Ese tipo de violencia feminicida, juvenicida, la represión contra la gente que defiende derechos humanos, no la tenemos que buscar en un remoto pasado ni en un remoto país, sino en el dolor de quienes hoy comparten el de los presos de conciencia en Chiapas, el de la familia Reyes en Ciudad Juárez, el de los 11 333 migrantes secuestrados en México, según cifras oficiales de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y el de los cerca de 40 mil niñas y niños huérfanos por la guerra de Calderón, más los cerca de 30 mil menores reclutados por el crimen organizado, en el contexto de esta escalada de violencia, según cifras que dio Nashieli Ramírez de Infancia en Movimiento a la agencia CIMAC.
La existencia de grupos paramilitares y de sicarios del crimen organizado que agreden a movimientos, organizaciones, comunidades campesinas, indígenas, mexicanas y mexicanos pobres en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán; y en el norte, en Juárez; junto a los graves casos de feminicidios en lugares como Oaxaca, Estado de México, Chihuahua; los casos de pederastia en Quintana Roo; las agresiones a migrantes centroamericanos y la trata de personas y trata de blancas en Chiapas, Oaxaca, Veracruz; los asesinatos y persecución de periodistas, comunicadores y hasta voceadores, son, en conjunto, una forma de terror de estado, porque se cometan con la complacencia del estado: ya por su pasividad y la impunidad que garantiza o por complicidades aún mayores, como la impunidad de las fuerzas armadas del estado.
Tal vez era eso lo que tanto tiempo quiso negar, o alejar al menos, en el espacio, a otras geografías y en el tiempo, a un pasado “predemocrático”, la conciencia de la clase media mexicana. Una especie de omisión de la percepción, o como diría un oftalmólogo: un escotoma.
Pero ya no es posible negarlo: de los niños muertos en la guardería ABC, los mineros abandonados a la muerte en una mina en Pasta de Conchos, los campesinos reprimidos en Atenco, las organizaciones de la Otra Campaña bajo persecución por todo el territorio nacional, las decenas de presos de conciencia, las víctimas anónimas, las que día a día mueren, desaparecen, viendo negada incluso su identidad y la dignidad de su memoria como “daño colateral” no le piden nada en dosis de barbarie e ignominia a la Libia agredida por Kadafi.
La diferencia es que aquí, formalmente, la gente va a las urnas, como en España, Chile y Guatemala, donde tampoco eso fue obstáculo para el terror.
Pensar ese doloroso panorama ya no permite la complacencia de decir que vivimos en “democracia”.
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