sábado, 5 de febrero de 2011

La cueva del deseo.


Pasó hace muchos años. Es una historia de un amor que no fue, que se quedó así nomás. Es una historia triste... y terrible, dice el Sup sentado en un lado, con la pipa en los labios. La enciende y, mirando la montaña, continúa:

"Vino de lejos un hombre. Vino o ya estaba. No se sabe. Eran otros años muy pasados y como quiera en estas tierras se vivía y moría igual, sin esperanza y en el olvido. No se sabe si era joven o viejo ese hombre. Pocos son los que lo vieron las veces primeras. Esto así pasó porque dicen que ese hombre era de una fealdad extrema. Su sola vista producía espanto en los hombres y asco en las mujeres. ¿Qué era lo que lo hacía desagradable? No sé, los conceptos de belleza y fealdad cambian tanto de época en época y de una cultura a otra... El caso es que a este hombre lo evitaban los naturales de estos suelos y también los extranjeros que eran dueños de tierras, hombres y destinos. Los indígenas lo llamaban El jolmash o Cara de mono; los extranjeros lo nombraron El animal. El hombre se fue para la montaña, lejos de las miradas de todos, y se puso a trabajar ahí. Se hizo una casita, a un lado de una de las muchas cuevas que había en el lugar. Hizo producir la tierra, sembró maíz y trigo, y la cacería de animales en la selva le daba lo suficiente para irla pasando. Cada tanto bajaba a un arroyo cerca de los poblados. Ahí había arreglado, con uno de los viejos de la comunidad, conseguir sal, azúcar o alguna otra cosa que el hombre, el El jolmash, no conseguía en la montaña. El josmash cambiaba lo que necesitaba por maíz y pieles de animales. El jolmash se llegaba al arroyo en las horas en que la tarde pardeaba y las sombras de los árboles adelantaban la noche en la tierra. El viejo estaba enfermo de sus ojos y no veía bien, así que, con la penumbra y su enfermedad, el viejo no distinguía la cara del hombre que tanta repulsa causaba en la luz clara. Una tarde el viejo no llegó. El jolmash pensó que tal vez había equivocado la hora y había llegado cuando el viejo ya se había retirado. Para no equivocarse, la siguiente vez se dio en llegar más temprano. Todavía tenía algunos dedos que avanzar el sol para arroparse en la montaña cuando El jolmash se acercó al arroyo. Un murmullo de risas y voces se fue creciendo conforme se acercaba. El jolmash atenuó su paso y se acercó en silencio. Por entre ramas y bejucos atisbó la poza que formaban las aguas del arroyo. Un grupo de mujeres se bañaba y lavaba ropa. Reían. El jolmash miró y quedó callado. Pura mirada se hizo su corazón, pura voz sus ojos. Ya tenía rato que las mujeres se habían marchado y El jolmash seguía ahí, mirando... Ya se llovían las estrellas por los potreros cuando se volvió a la montaña.

No sé si de lo que vio o de lo que creyó ver, si la imagen que se fundió en su retina tenía una correspondencia con la realidad o existía sólo en su deseo, pero El jolmash se enamoró o pensó que se enamoró. Y no era su amor algo idealizado o platónico, era bastante terrenal, y el llamado a los sentidos que llevaba era como tambor de guerra, como relámpago que se hacía lluvia fiera. La pasión le tomó la mano y El jolmash empezó a escribir cartas, cartas de amor, letrado delirio que le llenaba las manos. Y escribió, por ejemplo,

"¡Ah, señora del húmedo destello! Un potro soberbio se torna el deseo. Espada de mil espejos es el ansia de mis ganas por el cuerpo vuestro, y en vano desgarra su doble filo los mil jadeos que en el viento marchan. ¡Una gracia, largo desvelo! ¡Una gracia os pido, señora, malogrado reposo de mi gris estancia! Dejadme llegar a vuestro cuello. Dejad que a vuestro oído trepe mi torpe ansia. Dejad que mi gana os diga quedo, muy quedo, lo que mi pecho calla. ¡No miréis, señora tan no mía, la pobre facha que adorna mi cara! Dejad que vuestros oídos mirada se hagan, ceded los ojos para mirar los susurros que caminan en mi vientre, anhelo del vientre vuestro. Sí, entrarme quiero. Caminaros con suspiros la ruta que manos y labios y sexo desean. Por entre la boca, húmeda ella y yo sediento, entrarme con un beso. En la doble colina del pecho vuestro arrastrar labios y dedos, despertar el racimo de gemidos que en él se esconden. Marchar al sur y haceros prisionera la cintura con tibio abrazo, quemando ya la piel del vientre, brillante sol que anuncia la noche que más abajo nace. Esquivar, diligente y hábil, la tijera sobre la que vuestra gracia anda y cuyo vértice promete y niega. Regalaros un temblor de frío calor y llegarme, todo entero, al húmedo agitarse del deseo. Afianzar la tibieza de mis palmas en la tibieza doble de carne y movimiento. Un pausado paso primero, un ligero trote luego. Después el desbocado cabalgar de cuerpos y deseo. Al cielo llegar, y derrumbarse luego. ¡Una gracia, cansancio prometido! ¡Una gracia os pido, señora del suspiro quedo! ¡Dejadme llegar a vuestro cuello! En él me salvo, lejos muero..."

Una noche de tormenta, como su pasión las manos, un rayo quemó la champita de El jolmash. Mojado y tiritando se refugió en la cueva vecina. Con ocote alumbró su paso hacia adentro y descubrió figuritas de parejas dando y recibiendo, montado el placer en piedra y barro. Un manantial había, y cajitas que, al abrirlas, hablaban terrores y maravillas que pasaron y sucederían. El jolmash ya no pudo o no quiso salir de la cueva. Ahí volvió a sentir el deseo llenarle las manos y escribió, tejiendo, puentes a ninguna parte...

"Un pirata soy ahora, señora de anhelado puerto. Mañana, soldado en guerra. Hoy, marinero extraviado en árboles y tierras. El barco del deseo despliega velas. Un continuo gemido, todo temblor y ganas, conduce el navío entre monstruos y tormentas. Relámpagos iluminan el parpadeante mar de la desesperanza. Una salina humedad toma el mando y timón. Puro viento, palabra sola, navego a buscaros, por entre suspiros y jadeos, el lugar preciso que os mande el cuerpo. El deseo, señora de tempestades por venir, es un nudo que en alguna parte vuestra piel esconde. Encontrarlo debo y, musitando sortilegios, desatarlo. Libres estarán entonces vuestras ansias, vaivén femenino, y os llenarán los ojos y la boca, el vientre y las entrañas. Libres un momento solo, pues llegan ya mis manos a hacerlas prisioneras, a conduciros mar adentro de mi abrazo y con mi cuerpo. Barco seré y agitado mar, para que en vuestro cuerpo me entre. Y no habrá descanso entre tanta tormenta, agitados los cuerpos por tanta caprichosa ola. Un último y feroz manotazo de salado deseo nos arrojará a una playa a donde llegue el sueño. Un pirata soy ahora, señora de tierna tormenta. ¡No esperéis mi asalto, venid a él! ¡Que sean testigos el mar, el viento y esta piedra que navío se hizo! ¡La cueva del deseo! Se encapota de vino negro el horizonte, ya vamos llegando, ya marchándonos estamos..."

Así pasó, dicen. Y cuentan que El jolmash ya nunca salió de la cueva. No se sabe si la mujer a la que escribía las cartas existió deveras o fue producto de la cueva, La cueva del deseo. El caso es que, dicen, El jolmash todavía vive dentro y el que llega cerca se enferma de lo mismo, de deseo...

Durito ha seguido con atención toda la historia. Cuando ve que he terminado dice:

­Tenemos que ir.

­¿Ir? ­pregunto sorprendido.

­¡Claro! ­dice Durito. Necesito asesoría literaria para escribirle a mi vieja...

­¡Estás loco! ­protesto.

­¿Tienes miedo? ­pregunta irónico Durito.

Yo titubeo.

­Bueno... miedo, mero miedo... no... pero hace mucho frío... y parece que va a llover... y... sí, tengo miedo.

­¡Bah! No te preocupes. Yo iré contigo y te iré diciendo por dónde. Creo que sé dónde está La cueva del deseo ­dice Durito con seguridad.

­De acuerdo ­digo cediendo. Tú estarás al mando de la expedición.

­¡Magnífico! Mi primera orden es que tú marcharás a la vanguardia, en el centro no irá nadie, para desconcertar al enemigo, y yo iré a la extrema retaguardia ­indica Durito.

­¿Yo? ¿A la vanguardia? ¡Protesto!

­¡Protesta denegada! ­dice Durito con firmeza.

­Bueno, al fin soldado, me conformo.

­Bien, así me gusta. ¡Atención! Este es el plan de ataque:

Primero: Si son muchos, corremos.

Segundo: Si son pocos, nos escondemos.

Tercero: Si no hay nadie, ¡adelante, que para morir nacimos! ­dicta Durito mientras prepara su mochilita.

Para ser un plan de guerra a mí me pareció demasiado cauteloso, pero Durito era ahora el jefe y, dadas las circunstancias, yo no tenía ningún inconveniente en que la prudencia marchara a la vanguardia.

Arriba las estrellas empezaban a emborronarse...

­Parece que va a llover ­le digo a Durito, perdón, al jefe.

­¡A callar! ¡Nada nos detendrá! ­grita Durito con voz de sargento en esa película de Oliver Stone que se llamó Pelotón.

Una ráfaga de viento helado y las primeras gotas...

¡Aaalto! ­ordena Durito.

Las gotas de lluvia empiezan a multiplicarse...

­Olvidé decir el punto cuarto del plan de ataque... ­duda Durito.

­¿Ah si? ¿Y cuál es? ­pregunto con insidia.

Si empieza a llover... ¡Repliegue estratégico! ­Las últimas palabras las dice Durito ya en franca carrera de vuelta al campamento.

Corrí detrás de él. Fue inútil. Nos dimos una empapada y, tiritando, llegamos al techito de plástico. Llovía como si el deseo se hubiera, al fin, desatado...

Vale de nuevo. Salud y que el hambre de mañana sea ansia de lucha... hoy

El Sup dentro, muy dentro, de La cueva del deseo.

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