Hoy que Javier Sicilia llama a un Movimiento Nacional por la Paz, y que Pablo González Casanova y Luis Villoro le contestan que “esta nueva organización que está surgiendo ya, puede inspirarse en el movimiento zapatista que, a pesar del silencio de los medios y a pesar de la constante violencia dirigida contra ellos sigue construyendo una sociedad más justa con características nacionales y universales”, es hora de que comencemos a discutir cómo podemos parar la guerra y construir la paz. Todos los elementos de los que podamos echar mano serán necesarios. Hay un primer elemento que parece ir generando consenso: “urge un verdadero movimiento de los pueblos, colectivos y ciudadanos que logre unirse en una gran organización capaz de encauzar todas las protestas y emprender la reconstrucción nacional con completa independencia de todos los partidos políticos.” Un primer paso es descolonizar las mentes del dogma de que solamente un partido político es el “sujeto” social que puede encabezar un cambio. Dogma compartido por los conservadores (los liberales, hoy llamados neoliberales) y por los “liberales” de hoy (leninistas, más bien estalinistas, y nacionalistas- “revolucionarios”, todos ellos estatistas). Los partidos políticos hoy son los representantes de las diferentes facciones de la élite que despoja, desprecia, explota y reprime a las mayorías. Convertidos en correas de transmisión de los proyectos del grupo de Slim o del que se le opone, liderado por Televisa y TV Azteca, se mueven en los estrechos márgenes de lo que ellos llaman “opinión pública” o “corrientes de opinión”, los ecos de la voz del amo con variantes de un mismo modelo colonizador, modernizador, desarrollista, basado, como decíamos ayer, en el despojo y la desposesión, y con la violencia de estado como herramienta para crear conflictos, desplazar poblaciones, arrebatar los recursos y administrarlos en el modelo radical de privatización a ultranza o en la versión suavizada de estatismo más privatizaciones parciales, modelos ambos que ya han padecido las comunidades y pueblos en el país entero. Lo primero es reconocer que los fenómenos de criminalidad no son un “cáncer” o una “degeneración” venida del exterior del modelo de desarrollo. Son simplemente el capitalismo sin bozal ni contrapesos, sin competidores ni moderadores. Así como la piratería y el contrabando fueron durante la Nueva España el adelanto del capitalismo modernizador que la Corona española pretendía infructuosamente mantener fuera de sus colonias americanas, el crimen es el capitalismo del siglo XXI. Por ello es una hipocresía negarse a hacer pactos que permitan detener la sangría de una guerra en la que los muertos en su mayor parte los pone la población civil, solamente en este sexenio entre 30 y 40 mil muertos, son un doloroso absurdo. Hay pactos de por medio en todo esto, solamente que hoy son pactos entre los señores de la guerra, el poder y el dinero. Entender que no es un proceso exógeno al modelo colonizador de la vida, del territorio, del país, sino que la violencia es la herramienta para desplazar población: asesinándola, desapareciéndola, haciéndola huir a otros lugares, en el extranjero o en el propio suelo, para despojarla del territorio y de todos los recursos. Entonces, la única resistencia real, es la de quienes se están negando a huir de sus territorios porque han resistido por siglos a guerras de exterminio en su contra: los pueblos indios, las comunidades rurales y campesinas, e incluso urbanas o suburbanas. Por eso la apelación de González Casanova y Villoro, como en algunos de sus artículos ha hecho antes Sicilia, a los zapatistas de Chiapas, o a Atenco, o la experiencia de Oaxaca con la APPO. En la medida en que se han mantenido fuera del control partidario (Oaxaca es el caso menos representativo, pero hay sectores en Oaxaca que mantienen esa postura magonista y zapatista, en el sentido amplio de zapatismo, no sólo del EZLN, en el cual lo hay en Morelos, Atenco, Estado de México y muchos otros lugares), son experiencias de la construcción de una fuerza social propia, autónoma, que la represión no ha logrado doblegar. Entendemos la posición de Javier Sicilia por un diálogo y por pactos –no en un lenguaje liberal solamente, sino en una postura que viene de la no-violencia–, pero sabemos que es la misma que han tenido los movimientos liberadores en México, desde los jaramillistas a los estudiantes de 68 y desde los zapatistas del EZLN a los huelguistas de la UNAM o Atenco y la APPO. La lección histórica es que todos esos movimientos han sido traicionados por el gobierno, que mientras finge dialogar, prepara la guerra y la muerte. Por eso la posición, sobre todo posterior a 2001, del EZLN es firme y clara: Dialogar con quienes sí han entendido que se trata de un proceso de liberación, con autonomía, con independencia, sin subordinación. Y no con quienes necesitan un capital político que negociar para encumbrar a nuevos actores de una élite política igualmente corrupta. En cierto sentido, uno muy profundo y que hay que discutir, la violencia del Estado hoy es la misma que siempre ha tenido (bajo el priato y el paniato) aunque ahora bajo mejores condiciones para ellos, porque no hay un bloque socialista ni de ningún tipo que dispute la hegemonía al capitalismo ni que cuestione el poder de Washington. Y el movimiento contra la guerra que podría surgir es la misma lucha que todo el siglo XX mantuvo un México de muy abajo por no ser destruido, arrancado de raíz de suelo donde se nutre: territorio, comunidad. Ese sentido tienen las luchas más importantes hoy, de Temacapulín a Bachajón, de Nueva York a Atenco, de Morelos a las Montañas de Sureste Mexicano. Desperdiciar esa experiencia y energía en un polvorín electorero sería como lucrar con la sangre para pedir que la clase política tenga nuevas caras de un mismo proyecto de modernización con despojo, explotación, desprecio y represión. Es la cara del sistema que aflora donde reprime, como ahora hace en San Sebastián Bachajón, Chiapas.
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